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Cuando tu cara no es tuya

A veces el miedo no es más que un susto, un grito, un poco de sangre en el suelo que después alguna mujer de la limpieza tarda tanto en limpiar que acaba acordándose más ella del asesino que los familiares de las víctimas; y otras veces es un gilipollas con una máscara.

−¡Que susto me has dado, joder!

Lo bueno de tener pareja, de vivir con alguien a quien amas, es que convives con sus costumbres, sus manías y hasta sus gustos. Eso llena mucho el alma, tanto que a veces, como en este momento, te entran ganas de matarla y arrojar su cadáver a la parte más profunda del oceano que te pille más a mano.

Nunca me han gustado las fiestas. Jamás. Para mí no son otra cosa que una excusa para beber y follar con desconocidos y tener que soportar conversaciones que no te importan lo más mínimo pero que, por educación de esa que te inculcaron tus padres y no los maestros en la escuela, debes tragarte con cara de falso y mirada atenta.

Pero en fin. Es el cumpleaños de mi cuñada y se ha empeñado en hacer una en su ático. Y además es de disfraces.

−¿Te gusta?, por tu grito de niña intuyo que sí.

Se ríe con malicia como la más puta de las hermanastras de Cenicienta, y después me da un beso en los labios y se va corriendo de nuevo a nuestra habitación, donde está terminando de prepararse para la fiesta.

Aún faltan 3 horas para que empiece, así que llegaremos tarde.

Mi cuñada, a la que llamaré a partir de ahora por su nombre para que no suene tan impersonal, es una amante reconocida, y hasta cargante, de las películas de terror y el gore, hasta el punto en que, borracha el día en que se graduó, me reconoció que se había tocado una vez viendo The Human Centipede, de Tom Six, pero que como estaba fumada en esa ocasión no se sentía tan extraña. Nada más que añadir. El caso es que mi novia, a la que llamaré a partir de ahora también por su nombre por motivos cristalinos, se ha empeñado en que vayamos disfrazados en pareja: ella de Jasón y yo de la señora Voorhees porque, además de que yo vaya de mujer, y ella de hombre, al mismo tiempo seremos un disfraz en pareja, ella dijo “temático”, muy original y nos dará más posibilidades para que ganemos el primer premio. Yo solo contesté que el primer premio iba a ser una cuchara de madera pintada de amarillo canario que Sarah compró en los chinos con nosotros, y Clara contestó que no importaba, que lo importante es ganar. Así que asentí y, como si eso fuera a darnos más suerte, una especie de superstición, fuimos al mismo chino de donde salió el super primer premio y me pasé toda una tarde probándome vestidos de vieja, hasta que encontramos uno que además de caberme, algo que fue difícil midiendo casi 2 metros y ser un entusiasta del tiro con arco, se parecía mucho al que la madre de Jason lleva al principio de la cinta.

−Ves poniéndote ya el vestido, cariño. No tenemos que llegar tarde. –me grita Clara desde la habitación. No le contesto que solo tardo un segundo en ponérmelo, sobre todo porque pienso hacerlo encima de la ropa que ya llevo puesta, ni que ella es a la que le falta maquillarse, peinarse, vestirse y, seguro, lavarse el pelo. No me apetece que haya ningún momento tenso hoy. Así que contesto.

−Tranquila. Que enseguida me pongo a ello. –y ya está. Solucionado.

Sigo viendo la tele. El episodio de hoy de Modern Family, aunque ya lo he visto unas 5 veces, me gusta mucho. Hay una escena en la que la Vergara se luce con un escote de los que hacen época.

¡Allá va!

Ouyeah.

Cuando llegamos al portal de Sarah, Clara está tan nerviosa que casi se le cae el machete de plástico al suelo.

−Mira que te gustan este tipo de cosas, ¿eh cariño?

−¿Por qué lo dices? –su tono es juguetón, porque sabe que mi sarcasmo iba dirigido a su afición a las fiestas temáticas, ya sean de disfraces o con juegos de rol o de mesa de por medio, y eso es algo que adoro de ella. Eso y que los ojos le brillan de una forma muy enérgica, casi en el nirvana, siempre que está en estas situaciones, y ese detalle me pone muy cachondo.

Del telefonillo sale una voz gutural, como si fuera un gólem o un monstruo del pantano, preguntándonos quienes somos, y Clara contesta que venimos a matarlos. La puerta se abre y una vieja que pasaba cerca de nosotros en ese momento nos mira con gesto desagradable, juzgándonos. No me importa, porque sé que le queda muy poco de vida, y eso me hace sonreír.

La puerta de ático está adornada con telarañas y calaveras recicladas de Halloween y, al abrirse, vemos como el interior esta alumbrado por luces rojas, como las que me han dicho que son típicas en los puticlubs de mi barrio, que parpadean dando la impresión de que está lloviendo sangre.

−Bien…venidos…

Un chico, al que no reconozco por el maquillaje que lleva en la cara, va vestido como Igor, o Aigor dependiendo de quién creas que tiene razón, y hace un gesto con la mano izquierda señalando el pasillo, invitándonos a pasar. Le decimos que gracias y le dejamos atrás, con la impresión de que sé quién es, pero me rindo antes de seguir pensando. Ya hablaré con él después y lo averiguaré.

Sarah está sirviendo copas a los invitados, me parece contar más de 20, que ya pululan por la casa. Cuando nos ve deja todo lo que está haciendo y viene hacia nosotros con una alegría tan grande que me hace pensar en cocaína o pastillas. Cuando me da un beso y su mandíbula tiembla veo que mi apuesta era la ganadora.

−¡Qué bien que hayáis venido!, ¡creí que no llegaríais! –esta duda se debe a que hemos llegado dos horas tarde a la fiesta, según la versión oficial, porque yo no me vestí con la rapidez necesaria. En fin.

Tras un par de charlas que hacen referencia a los disfraces (Clara tiene que explicar de qué voy yo y Sarah, yendo como va, no es necesario dar muchos detalles para saber que ha escogido al fantasma de la opera), un par de copas, y tener que tragarme un par de canciones seguidas del coñazo de RadioHead, decido retirarme silenciosamente de los focos y me escondo cerca de la librería de la compañera de piso de mi cuñada, una chica regordita y bajita amante de las historias de Sandman de Neil Gaiman, las novelas de Stephen King y, ante todo, de cualquier saga en la que aparezcan dragones, niños mágicos o adolescentes que se juegan la vida en casa página. Me cae bien. Es de esas personas a las que les robaría todos sus libros sin pensármelo. Quizá no todos; solo los que me faltan.

−¿Vas a intentar volver a robarme algún libro hoy?

Es Patri, la dueña de la estantería, que va disfrazada del muñeco de Saw.

−Se hará lo que se pueda.

Hablo con ella un rato que se acaba convirtiendo en 45 minutos y, de pronto, un estruendo de platos rotos, que hace que tiemble hasta el suelo, consigue que todos nos callemos. Nadie se mueve, todos miran. La naturaleza humana.

Veo como Sarah se dirige a la cocina, en busca del culpable, mientras los demás seguimos quietos en nuestros sitios. Patri me ha agarrado del brazo debido al susto y dejo que siga así, no me molesta. En parte hasta me gusta, y eso no me gusta. La miro y ella me mira.

−Perdona –dice soltándome. −, me he asustado.

−No pasa nad…

Esta vez un grito, de los que hacen que algunas actrices ganen un Oscar, nos saca del agujero en el que estábamos metidos y entonces nos movemos; en realidad damos un paso hacia atrás, huyendo de ese lugar que nadie quiere ver pero que, en realidad, está más cerca de lo que todos deseamos.

Un chico, así fuerte y alto y del tipo de Sarah, se dirige a la cocina tras preguntar en voz alta ¿qué pasa, Sarah?, (supongo que es el tío al que se estaba ligando mi cuñada esa noche). Entra en ella y, al instante, sale disparado de espaldas y contra el cuadro de El Guernica que estaba en frente de la puerta; y entonces sí que todos gritamos y empezamos a movernos pero, contra toda lógica, lo hacemos en dirección a la gran terraza de aquel ático en el que, sin excepción, deseamos no estar.

Fuera ya había algunas personas, que siguen hablando ajenas a lo que está pasando, sea lo que sea, en el interior de la casa. Seguramente el ruido no les había llegado. Cuando chocamos contra ellos, llevados por el pánico y la poca información de la que disponemos, nos preguntan que qué coño nos pasa, y les contestamos que no lo sabemos, pero que un chico ha salido volando de la cocina; entonces se ríen, tomándonos por locos.

−De veras, joder –le digo a un enorme pitufo satánico con cuernos y el gorro negro. −, pasa algo raro en la cocina. Es como si algo hubiese atacado a…

Parece que lo que sea que está jodiendo la fiesta se haya puesto como meta no dejar que ninguna frase llegue a su final, porque en ese mismo momento un cuerpo se estrella contra una de las puertas de cristal que separan el salón con el exterior y esta revienta en mil pedazos, que vuelan de un lado al otro chocando con cabezas, ojos, sombreros de bruja y la sombrilla que cubre la mesa exterior, que sirve de trampolín improvisado a los fragmentos de cristales que acaban cayendo a la calle. 7 pisos de altura; espero que no pase por abajo nadie ahora mismo. O sí, porque así llamaría a la policía y todo esto se solucionaría.

Nos acercamos al cuerpo que ha aterrizado inerte tras romper la puerta y descubrimos que es Clara. Y… no puede ser… le falta la cabeza.

Algunos vomitan, otros sacan su móvil y empiezan a hacer fotos; yo solamente miro dentro de la casa, donde veo como un cuerpo inmenso, que casi roza el techo de 3 metros de altura, sale del pasillo y entra en el salón. No parece que sea sólido, sino que más bien es un gas extrañamente negro y muy espeso, como el del humo de los porros, con brazos y piernas, acabados en dedos finos y alargados, y una cabeza con un par de bombillas amarillas, donde tendría ojos si fuera humano, que escapan del interior de una especie de máscara de madera brillante y con adornos florales en la parte superior, como si fuera el pelo de Bart Simpson. Los improvisados ojos proyectan una luz amarillenta que van de un lado a otro, como un escáner en busca de un código de barras al que ponerle precio, y entonces encuentra la terraza.

Y entonces ordeno a la gente que corra.

Sarah grita mi nombre desde algún sitio cuando la enorme sombra enmascarada se dirige a nosotros con grandes zancadas, y la trato de encontrar sin mucho éxito porque, debido al alcohol y las drogas que circula por la mayoría de los sistemas nerviosos de los asistentes, la huida se está convirtiendo en una especie de juego del escondite psicodélico en el que nadie sabe quién les busca ni por qué, pero tratan de meter sus cuerpos en lugares que les hagan invisibles pero que, os aseguro, no lo consiguen. Hay un gordo vestido de Gandalf (no entiendo el motivo, siendo de temática de terror la fiesta) que se esconde detrás de un peral enano, sentándose detrás de él. Otra chica, que lleva del brazo a otra mucho más bajita que ella, disfrazadas las dos de Freddy Krueger, deciden que, seguramente, aquel monstruo o lo que sea no puede ver detrás de las sillas de plástico, así que juntas tres de ellas, en un corro parecido al que se usa en el juego de las sillas en los campamentos de verano, y se ponen en el centro, emulando un fuerte de esos que habrán visto en las películas de vaqueros. Se las oye reír, orgullosas de su decisión.

Mezclando en su dosis justa la demencia y el valor, decido dirigirme a la puerta que conecta la terraza con la habitación de Clara, así que corro a la derecha del lugar por donde está a punto de hacer acto de presencia el humo negro (pienso en Lost, pero solo un segundo. Lo siento), y entro en la casa donde todo, en parte, está más calmado y silencioso.

Pienso en que he dejado a Sarah sola, pienso en Patri también, sin saber el motivo, y entonces los gritos crecen y los golpes aumentan y, sin más me quedo petrificado. Decido que lo mejor es estarme quietecito hasta que aquello acabe o hasta que un golpe de viento acabe con esa cosa extraña que le ha hecho daño a Sarah. Decido respirar lo mínimo posible y esperar.

Y nada más.

Pasan cerca de 10 minutos en los que, por el modo en que gritan y después se reducen los decibelios, la gente está siendo, o ellos mismos han decidido, lanzarse al vacío. Me los imagino saltando la valla y tratando de llegar a la casa más cercana o cogerse del balcón del piso de abajo; algunos lo consiguen, otros solamente caen y, los que no tienen iniciativa, son levantados por el extraño y enmascarado ser para ser catapultados a una muerte más que segura. Las voces hacen AAAAAaaaaa y después se callan y, por cada una de ellas, mis pelo se erizan y, sí, mis ojos lloran de nervios, de miedo. De impotencia.

Joder. ¿Qué coño está pasando?

Cuando, pasados otros 5 minutos, el silencio comienza a ganar la batalla, decido que es mejor que me asome, solamente para ver si alguien necesita ayuda. Solamente para no sentirme más miserable.

El desierto en el que se ha convertido la terraza es tan puro que me siento como una parte de mi mente explota de la impresión. Ya no es solo que no haya personas, o que la mesa y las sillas de paja que servían para darle un toque cool al espacio hayan desaparecido, es que ni siquiera hay suelo.

Me explico, a ver si puedo…

Donde debería empezar la terraza, más allá de la puerta del balcón del cuarto donde estoy, hay un precipicio de al menos 20 metros de altura que acaba en la acera donde se está empezando a juntar un gran número de curiosos y se coches de la policía y los bomberos que, no me sorprende, no hacen más que mirar porque poco más pueden hacer. Desde fuera el edifico debe ser la viva imagen del Trece Rue del Percebe, porque, al asomarme hacia abajo, puedo ver la habitación que hay justo debajo de la mía, pero sin nadie que se asome. Deben haber evacuado el edificio mientras esperaba que todo se calmara.

No recuerdo haber oído ningún ruido, ni de corte ni de arrancar. No tengo ninguna explicación para lo que estoy viendo bajo mis pies pero hay algo que si tengo claro: tengo que salir de aquí ahora mismo.

Pero ahora mismo de ya.

Miro el móvil y está apagado, sin batería, cosa extraña porque lo traje cargado por completo de casa, pero comparándolo con lo que ha pasado fuera tampoco es un enigma que deba quitarme el sueño. Abro la puerta de la habitación y la casa está a oscura, exceptuando la poca claridad que llega del exterior. Salgo al pasillo, que conecta el salón con la cocina y la otra habitación, y mis pasos son tan calmados, tan lentos e inexistentes que, un par de veces, tengo que convencerme que de verdad me estoy moviendo; que puedo escapar de aquí con vida.

Hay cuerpos en el salón, algunos partidos por la mitad al igual que el edificio, pero de ellos no escapan ni órganos ni sangre, como si se hubiese hecho a fuego, quemando la herida como haría Rambo en sus años mozos. Uno de ellos es Clara. Estoy seguro. Mi cuerpo decide pararse tras este descubrimiento y, sin más, lloro. Un poco, lo que me deja el miedo y la rabia que empieza a mudarse dentro de mí, y me digo que nada puedo hacer, que debo seguir y escapar. Y que nunca voy a poder olvidarla ni dejaré de amarla.

Mis pies siguen su camino, sin saber ni donde está la sombra y sus amarillentos ojos ni si aquello ya ha terminado, pero cuando lo único que se puede hacer es quedarse quieto y esperar, cualquier cosa que se haga es mejor.

Un ruido hace que vuelva a detenerme, esta vez a solo 2 metros de la puerta principal, del descansillo, de la salida. Hago un piedra/papel/tijera en mi cabeza para ver si me giro o no, y la piedra aplasta las tijeras y entonces lo hago. Y le veo.

A menos de 24 centímetros de mí está el inmenso humo enmascarado, y me mira fijamente, como si quisiera hipnotizarme. Con un miedo de ese que hace que te cagues encima decido darme la vuelta del todo y ponerme frente a él, imitándole, y me digo que ya que debo morir mejor lo hago demostrando que tengo los cojones más grandes que él. El orgullo es demasiado importante como para perderlo antes de estirar la pata.

Espero a que diga algo, a que ruja o lo que sea, pero permanece frente a mí sin moverse; solo fragmentos de humo que escapan de sus hombros y la parte superior de su cabeza me hace entender que está vivo. El resto, es solo una sombra.

−¿Qué… quieres? –digo, llevado por algo que ha nacido en mi corazón y que nunca hubiese creído que tendría: la curiosidad del que lo tiene todo perdido.

Al fin, mueve sus brazos, levantándolos en dirección a su cabeza, y coge la máscara por ambos lados. Y se la quita.

Supongo que los diccionarios se crearon para poder ponerle nombre a todo lo que nos rodea, pero me es imposible describir como es su cara usando ninguna de las que pueblan ese enorme montón de hojas, así que voy a usar comparaciones porque, si no, vais a quedaros con una intriga en el cuerpo de esa que os obligará a buscar mi domicilio particular para matarme a golpes. Veamos: digamos que hay un tornado que acaba de devastar una ciudad, por lo cual en su interior están dando vueltas y más vueltas todo tipo de deshechos y de personas, de edificios y pedazos de tierra arracada de cuajo, ahora echadle un bote entero de curry dentro, o mejor 500.000 botes de 500 gramos, y algo de salsa de esa roja y dulce que te sirve con el “cerdo” en los chinos. Cuando ya esté todo mezclado, colocaros en una grúa u observad el ojo del huracán. Todo girará espeso, pesado, sin velocidad pero con una fuerza que no deseáis tocar ni oler, de la que por nada del mundo os gustaría formar parte. Y entonces lanzaron dentro.

Eso es lo que he sentido cuando le he mirado a la cara, eso y nada más. Entonces da un paso hacia mí, haciendo que casi estemos tocándonos, y se inclina hacia delante, para que estemos cara a cara.

Y, de golpe, todo se vuelve rojo.

Despierto…

Es extraño, porque lo último que recuerdo no me daba esperanzas para que así fuera. Pero sí. Estoy despierto.

Trato de levantarme, porque noto como si estuviera tumbado, pero nada responde a las órdenes de mi cerebro, solo los pestañeos y la sensación de que estoy abriendo la boca hace que sepa que estoy vivo. Y trato de gritar y un graznido me rodea.

¿WTF?

Miro a un lado, después al otro, y no veo nada que me llame la atención, solo una pared blanca y tan limpia que debe de estar creada por ordenador. No hay otra opción.

−¡Estese callado!, por favor.

La voz parece haber llegado a mi cerebro como si alguien me la hubiese susurrado y no desde un altavoz o algo así. Me hablan directamente al cerebro.

−Quieto…

Y un pinchazo me hace volver a gritar, a graznar en realidad, y entonces tengo la certeza de que nunca sabré que me ha pasado. De que, de algún modo, me voy a pasar la eternidad sintiendo dolor y gritando una y otra vez.

Y lo acepto, porque no puedo hacer otra cosa.


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