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Ayer me volvió a pasar.

Me pregunta qué tipo de cosas imagino cuando, andando por la calle en dirección a donde sea, me evado de esta realidad. Me escapo.

¿Qué imaginas?

No sé qué clase de respuesta estará esperando hoy a esta pregunta que, todos los días, me pregunta en primer lugar, ni lo que me dirá después de acabar mi relato, pero supongo que fingirá no sorprenderse, fingirá ser un buen psicólogo y solamente hará dibujitos en su bloc para fingir que está tomando notas importantes que me curarán y todo eso que tantos me han prometido pero ninguno ha cumplido. No me enfadaré con él, pues el fracaso y la desilusión son adjetivos que el hombre inventó tras mirarse al espejo, por lo que no me desanimaré ni perderé la esperanza porque nunca la he tenido. Así que me digo “hazlo” y después le pregunto si quiere que empiece ya.

Claro, responde. Tú mismo, pienso.

Le digo que, sin ir más lejos, ayer me pasó de nuevo.

Iba caminando a un bar donde había quedado, sin saber bien cómo, con una especie de amigo que me eché en una fiesta hace dos semanas. Nos comimos la boca y nos la comimos mutuamente, lo típico vamos, pero cometí el error de darle mi número de teléfono. El verdadero. Normalmente doy uno que me invento al momento pero supongo que, debido a los tequilas, aquella noche estaba demasiado sincero, jodidamente orgulloso y penosamente necesitado. Así que la cagué. Y ahí estaba, ayer, de camino a un encuentro que me apetecía lo mismo, o menos, que chupar un papel de lija, pero como no soy de esas personas que dan plantón y que tratan de ser fieles a su palabra, otro estúpido invento de la imperfectamente sana raza humana, estaba yendo.

No habíamos programado la cita, o encuentro prefiero decir, en ninguna zona con ventajas para el otro, es más, nos decidimos por un barrio tan neutral que pondría de la peor mala ostia posible al capitán Kirk. Así que como soy un maniático de la puntualidad, otro de los muchos defectos que tengo, había salido antes de casa por si se daba el caso de que me perdía. Cosa que sucedió. Es lo bueno de conocerse bien, que es imposible sorprenderte a ti mismo con nada. Me puse a dar vueltas por el barrio con la esperanza, totalmente inútil, de que en algún momento me sonaría alguna calle o giraría sin querer por donde debía haberlo hecho desde un principio.

Me sentí como un pato sin cabeza, como un cervatillo cuyos padres han sido devorados por lobos y, sólo, trata de llegar a casa tratando de leer los árboles o las nubes o algún puto planeta como hacen los héroes en las películas. Pero a veces solo llegamos al destino si no lo buscamos, así que seguí caminando sin rumbo aprovechando que aún tenía 45 minutos de margen para llegar al bar. Y tampoco tenía mucha prisa.

Me iba cruzando con fauna de todo tipo, siendo así espectador de eso tan cool que el mundo anima a conseguir, sin saber porque, llamado diversidad cultural, pero me aburrí de tanto disfraz y tanta ropa extraña que, exceptuando un par de casos, solo era una máscara con la que los pobres infelices trataban de ser aceptados por una sociedad más preocupada por el amor ajeno que por el propio. Así que continué mi improvisado camino girando aquí y allá guiado por ese instinto tan saludable llamado “por donde me sale de los huevos”.

Y entonces pasó lo que ha causado todo este revoltijo de palabras, le dije, que estoy uniendo para usted. Doctor.

Al girar una esquina más a la derecha me encontré con un mendigo, uno de esos de nacionalidad indescifrable y acento indescriptible, con un cartel que decía que tenía 2 hijos y estaba en el paro y bla bla bla y todo eso que ponen en todos los carteles que, seguro, deben fabricar al por mayor en algún polígono donde esta gente vive de gorra pero pidiendo derechos. No es que sea racista, si soy marica por dios, ni crea que son escoria solo porque viven en la calle de los desechos que todos lanzamos a la basura, es esa idea que seguro tienen en la cabeza y que les dice que el resto somos gilipollas y que con que ellos digan las palabras racista o tengo derechos nos tenemos que bajar los pantalones y dejar que nos la metan hasta las tripas. Cosa que la gran mayoría de la sociedad hace, y así nos va.

El caso, doctor, dije, es que le miré y él dijo algo así como “por favor”, porque no le entendí, y yo continué andando al mismo ritmo sin hacerle ni caso. Entonces fue cuando mi imaginación voló. Justo cuando le oí decir, gritando algo parecido a “venga maricón, no seas cabrón y dame algo”.

Supongo que la sorpresa por el comentario fue el trampolín para que mi mente decidiera abandonar este mundo lleno de cosas que nadie sabe ni quiere comprender y, entonces, doctor, me volvió a pasar. Reconozco que son cosas bastante preocupantes las que crea mi cerebro cuando, sin aviso, decide que él puede hacerlo mejor que dios, y que si las hiciese en la vida real acabaría como mínimo en prisión, pero al ser consciente de ello estoy casi seguro de que nunca seré capaz de hacerlas. O casi, porque ganas no me faltan a veces.

Ayer, doctor, fue un poco más extraño de la habitual, se lo dije para que se fuera preparando, porque no solo lo imaginé sino que estoy seguro de que, cual ventrílocuo, fui diciendo en voz alta todo lo que, en mi cabeza, dije. Así que me pondré ya a describirlo, doctor, porque hasta yo mismo estoy viendo que esta introducción está durando más de lo que humanamente es posible.

En mi cabeza no seguí andando. Me paré y, caminando sin prisa, me coloqué delante de él al tiempo que me dijo que ya era hora, que qué puto maricón era yo para creerme mejor que él. Que le diera una moneda. Y me coloqué el bolso, de esos que ahora están tan de moda, ya sabe, delante y metí la mano dentro. El mendigo empezó a sonreír pensando en lo que bebería o esnifaría o se follaría con mi dinero mientras yo buscaba dentro lo que iba a darle. Que acabó siendo una pistola. La saqué sin prisas, colocándomela a la altura de los ojos para quitar el seguro y que así la bala saliera sin problemas de su casa. Él dijo algo parecido a qué haces pero sin tono de pregunta, como el que lee un folleto en un idioma extraño e intentó levantarse. Mi arma hizo clic y después, tras apuntarle a la rodilla derecha, bang o algo parecido, porque fue más un baum, pero me dejé llevar por el fan de los comics que vive dentro de mí.

Su rodilla prácticamente desapareció, lo que hizo que su culo regresará al suelo mientras su boca comenzaba a producir unos gemidos que, más que auxilio, pedían acabar con su sufrimiento. Me acerqué sin prisa, ya no venía a cuento tenerla, y me agaché para tenerle exactamente delante de mi cara. Le miré, me miró, y de mi boca salió la pregunta “quién es ahora el maricón cabrón ahora”. No fue una pregunta, o al menos no recuerdo usar ese tono cuando se la formulé.

Me levanté y apunté a su entrepierna. Disparé. Después subí a su ombligo. Disparé. Proseguí con su pecho, donde disparé, y acabé en su cabeza. El disparo final.

Miré lo que quedaba del mendigo, alo así como una bolsa de deporte llena de restos de hamburguesas, y después a mi alrededor. Nada. Nadie. Quizá menos que eso.

Supongo que cuando alguien muere es como realmente debe sentirse, entre solo y abandonado, parecido a cuando madrugas para ir a trabajar en una casa vacía. No hay que preocuparse por los demás ni por lo que piensen ni hagan, nadie va a saber lo que haces ni lo que piensas porque a nadie le vas a importar en ese momento. Creo que es la mejor manera de irse de aquí, solo y sin nadie delante que lloré, que te impida disfrutar de tu muerte. De eso que, desde que naciste, te pertenece a ti y solo a ti.

Recuerdo, le digo al doctor, que también miré la pistola y me encontré que solo era uno de esos juguetes que, si no fuese porque donde debería estar el agujero del cañon hay un tapón rojo con una x en el centro, son tan reales que asustan solo de verlos. Después miré a mi víctima y había desaparecido y, finalmente, delante de mí y me encontré dentro de un metro, dirección a mi casa, oyendo una canción pop de esas que todos guardamos en el mp3 para los días de depresión. Era de The Cure. Puta mierda. La sorpresa me invadio como una fiebre y no supe contestarme a la pregunta de qué diablos estaba haciendo ahí. Tenía una cita, ¿qué había pasado con ella? Saqué mi móvil y miré la hora para descubrir que eran las 11 pasadas, casi y media, de la noche. Estaba seguro de que había quedado con el ligue de la discoteca para cenar y tomar algo a las 8, así que, según mis cálculos, había tenido una alucinación, o como quiera llamarlo a estas alturas, doctor, de por lo menos 3 horas, de las cuales no tenía ningún recuerdo. Nunca había tenido una que durara tanto, y mucho menos tan violenta, pero supongo que ese día estaba algo nervioso y molesto, demasiado excitado y sin ganas de estar aquí realmente como para controlar a mi cerebro y sus ganas de jugar.

Cuando aún estaba asimilando la hora que era, me di cuenta de que tenía un mensaje en el Line. Era mi ligue, ese que no recordaba haber visto esa tarde. Decía que lo había pasado muy bien, que era muy divertido y que ya tenía ganas de que llegara el lunes, ¿qué?, para volver a hacerlo en el lavabo. ¿Qué coño? No entendía nada y mucho menos abía de que cojones estaba hablando el tipo ese. Borré el historial al momento y, de la agenda, su número. No quería saber nada de él y, ahora mismo, tampoco me arrepiento de haberlo hecho. ¿Qué clase de persona tiene una cita con alguien que no está realmente en este mundo y no se da cuenta absolutamente de nada?, solo se me ocurre una respuesta; alguien que está mucho más fuera del mundo.

Y esta es la historia, doctor. Lo único que puedo decirle es que estos episodios en los que está tan interesado, se me están yendo cada vez más de las manos y que la medicación que me recomendó no sirve para nada o, al menos, no está haciendo ningún efecto en mi cuerpo y mucho menos en mi mente. Así que, ¿qué se le ocurre?

Miro a mi izquierda del diván, donde he dejado al doctor cuando he comenzado a contarle la historia, y solo encuentro la televisión de mi casa que me dice que debería comprarme un pelador de fruta automático. Me incorporo y estoy en mi sofá, en mi casa. No entiendo nada ni, en realidad, quiero hacerlo. Me he rendido hace mucho tiempo.

Voy a coger el mando para cambiar de canal y veo mis manos manchadas de un líquido rojo muy espeso que parece sangre y como no estoy herido, solo puedo preguntarme si de verdad ha acabado tan mal la consulta hoy. Me dirijo a mi habitación, donde siempre dejo tirado el bolso de hombre cuando llego a casa y, dentro de él, una pluma de plata con inscripciones en oro, un regalo que le hicieron a mi doctor el año pasado y que me enseñó con orgullo hace poco, gotea una mezcla homogénea de tinta y ese jugo humano que me está dejando las sabanas perdidas.

Debería hacer algo. Llamar a la policía o a mi doctor por ejemplo, pero solo se me ocurre cerrar los ojos y tratar de convencer a mi cerebro para que me lleve de nuevo a su mundo. Que me aleje de aquí lo más posible.

Los vuelvo a abrir y me encuentro en un bosque lleno de árboles cuyas hojas rojizas hacen que todo parezca pintado con acuarelas, y me relajo.

Quizá me despierte en un tribunal la próxima vez, o directamente en una celda acolchada, pero eso ahora mismo me da igual. Camino buscando ese rio que puedo oír a lo lejos y solo de pensar en lo fresca y pura que estará el agua sonrío de alegría. Hacía mucho que no hacía una excursión.


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