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Solo 10 segundos

Llevaba ya cinco horas de más, pero no estaba cansada. Se sentía invencible. Era la única capaz de mantener a flote aquel despacho y nada podía pararla. Había estado estudiando desde que tenía uso de razón. No salía con los amigos, en el caso de que hubiera tenido alguno, pues debía sacar la nota más alta para conseguir ese trabajo perfecto que sentía que debía tener. Y lo había conseguido. Ahora lo tenía, y ya llevaba cuatro meses. Estaba imparable.

Juan estaba apurando para poder fichar un cuarto de hora más tarde y así poder ganar unos cinco euros extras. Había decidido encerrarse en el lavabo, y ya puestos, se la estaba machacando pensando en la repartidora que siempre le guiñaba el ojo al traer esos paquetes llenos de burbujitas de aire que envolvían chorradas que los demás necesitaban. Estaba siendo una paja muy buena, y ese cuarto de hora se convirtió en treinta minutos.

Había decidido retrasar unos minutos el paseo de su perro Chispas. El programa del corazón de esa noche se había convertido en un cruce de insultos realmente insuperable. Estaba divirtiéndose de lo lindo viendo a aquellos ricos televisivos que contaban sus vidas por millones que muchos insultan pero todos desearían tener. Chispas le apoyaba el morro en la pierna derecha, a la altura de la cicatriz de la caida que hace un año la tuvo en el hospital ingresada cerca de dos meses. Le dijo que esperara diez minutos solamente, hasta la próxima publicidad. Entonces se sentó tranquilo, sin quitarle los ojos de encima.

Había conseguido un tiempo record. En veinticinco minutos había atravesado todo el parque, rodeado la plaza y cruzado, siempre en verde, los diez o más semáforos que le separan de la facultad, y todo con una resaca considerable producida por la fiesta erasmus de la noche anterior, la cual había terminado cerca de las diez de la mañana. Quizá la velocidad que llevaba era causada por el peso que no exista en sus testículos, pues la chica alemana que se ligo en aquella disco llena de sudor le había dado unos de los polvos más increíbles de su vida. Había quedado con ella al día siguiente, al medio día, en su casa, para comerse mutuamente. En tan solo cuatro horas estarían sobre él cuarenta y cinco quilos de piel suave, pelo oscuro, tetas medianas y labios rellenitos que sabían a mandarina. Aquel fin de semana iba a ser perfecto.

Después de limpiarse bien, y de asegurarse de que la trempera post-paja no era muy visible, decidió ir a fichar. Llegó y observó con alegría que ese cuarto de hora se había convertido en cuarenta y cinco minutos. Hay que ver, acabo de inventar un método nuevo de ganar dinero, pensó. Encendió su moto y se encasquetó su casco fucsia, regalo de su madre, y, de camino a casa, pareció que todos los semáforos se ponían en su contra. Todos rojos. Todos eternos. Empezó a ponerse nervioso.

Decidió dejar lo poco que le quedaba para el sábado por la mañana. Le faltaba imprimir el informe, meterlo en un sobre, precintar y entregar a correo interno. Cerró la pantalla, cogió el bolso, salio, cerro la puerta con llave y, al llegar al ascensor, tuvo que volver. Había olvidado su abrigo.

Seguía con la imagen de su nuevo triunfo en la cabeza. Tanto estaba en su mundo, que se le cayó el mp3 al suelo cuando lo sacó de su mochila. Se agachó y nadie le ayudó. Típico, pensó. No tardó más de diez segundos en coger las pilas, meterlas y levantarse. Allí quieto, en medio del parque, decidió que la canción siete era la perfecta; una balada pop muy bonita y pegajosa, que le recordaría la suavidad del culo de su alemana. Se llamaba Carlos, y ella Cris. C.C., se dijo. Estamos hechos el uno para el otro.

No podía creer todo lo que se había reído, tanto que aun le dolía el estomago. Chispas estaba saltando como loco en el ascensor. 4, 3, 2, 1, pb. Abrió, y salió como loco a la puerta del portal. Le vio tan eufórico que aquel día decidió llevarlo a aquel parque tan lleno de perros que había cerca de su gimnasio. Allí podría sentarse tranquila y Chispas le perdonaría por haberle hecho esperar tanto. Venga Chispas, dijo, ahora te pagaré lo que te debo por la espera.

Ya veía su facultad. Seguramente le estaban esperando los colegas que no quisieron ir a la fiesta y con los que había quedado para darle un repaso, tras las clases de la tarde, a los apuntes de los examenes de la semana siguiente. Creyó verlos de lejos, en la puerta, fumando. Así que decidió correr un poco, solo eran unos cuantos metros y el semáforo estaba en rojo para los coches.

Su cuerpo sonó a roto y su mochila voló. Aquel coche estaba descontrolado, nadie se lo esperaba. Solo vio, antes de fundir a negro, su zapatilla llena de suciedad procedente del suelo de aquella disco.

Habían sido unos buenos polvos.

Aquella chica era su alma gemela. ¿Lloraría por él al saber la noticia?

Estaba realmente cabreando. Aquellos semáforos le estaban jodiendo un día perfecto pues no solo había ganado casi siete euros más haciéndose una paja (¿prostitución empresarial? pensó), sino que estaba convencido de que la de los paquetes le había mirado de una forma real, con amor. O al menos atracción. Decidió mandarlo todo a la mierda y pasar entre los coches. Así que giró, y aceleró. De repente un bache le hizo desequilibrarse e impacto contra algo que le hizo caer.

Al levantarse, quitarse el casco y mirar atrás, vio algo que le hizo ser devorado por el miedo y, al mirar delante, el asombro lo derrumbó definitivamente.

El cigarro le estaba sabiendo a gloria. Había sido un día lleno de buen trabajo. Imaginó lo que haría al llegar a casa; sentarse en su perfecto sofá de marca súper reconocida, prepararse una copa y ver esa película que tanto le gusta. Algunos hombres buenos. Estaba tan absorbida por sus planes que aquel destello que paso delante de su coche la asustó y giro sin razón hacia la derecha, hacia la acera, hacia aquel inconsciente que corría sin motivo. Le dio de pleno, y se manchó el cristal. Siguió hacia adelante, con el miedo guiándola, hasta que un bache, que sonó a cristales rotos, la hizo aminorar. Se quedó sin saber que hacer. Por primera vez en su vida, no sabía como reaccionar ni que decir. Miró por el retrovisor. El cuerpo de alguien, de pelo oscuro y mochila eastpack, estaba destrozado. Partido por dentro. No se movía. Su zapatilla había volado y podía ver sus calcetines. Eran blancos con estrellas naranjas.

Así le hubiera gustado ser, una estrella diferente, especial, pero su vida pasó por delante de sus ojos y solo vio tiempo perdido.

Lloró mas de lo jamás hubiera imaginado.

Chispas no paraba de correr, de tirar, de molestar. Empezó a decirle cosas un poco feas, que al terminar de decirlas, se arrepentía de haber dicho. Pero él no me entiende, pensó. Decidió quitarle la correa y dejarle terminar esos cinco metros hasta el parque a toda velocidad. Seguro que le haría feliz sentirse libre. Chispas era veloz y cruzó la carretera a toda prisa, justo en el momento en que aquel mercedes rojo estaba pasando. Maite corrió hacia allá, automáticamente, guiada por el temor a que su mascota hubiera sufrido daño. Se quedó quieta, tras la carrera, con la imagen aun en sus retinas. Un chico había sido, literalmente, destrozado. Allí quieta, rígida por el impacto de ver por primera vez un accidente de tráfico, diferenció la imagen de su Chispas, ya en el parque y a salvo, ladrando a otro perro mayor que él. Eso la alegro. Bajó el bordillo para cruzar el paso de cebra y un fuerte golpe la impulsó hacia atrás, cayendo justo en el hueco de un árbol.

Abrió los ojos y un dolor intenso le recorrió en cuerpo. Su cuello era otro, y sus manos y piernas también. Nada era suyo. No respondían.

Se desmayó, no sin antes memorizar el color fucsia suave de aquel casco de moto.


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