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Y, entonces, el Apocalipsis (homenaje a Pratchett, Moore y Mendoza) -Posible futura novela-

A veces la mejor manera de dejar de pensar en algo es saliendo a la calle, escapando de la cárcel en la que estabas preso en el momento en que las malas ideas y los sentimientos castigadores decidieron violarte la mente.

Pero supongo que hacerlo justo cuando está teniendo lugar el Apocalipsis, según San Juan, no es la mejor idea que se puede tener.

Si ya es molesto aguantar el sonido de los coches y de los autobuses y de las ancianas que no parar de pedirte permiso para pasar con sus enormes carros de la compra, que en realidad usan como tacataca, imagínate si le unimos un coro de alaridos de todo tipo de procedencias pidiendo auxilio, que les dejen en paz o, el que más gracia me hizo, uno que gritaba “mata antes a mi hijo, que es joven y no se acordará de nada”, cosa que no me pareció del todo original porque creo que es parecida a una frase que decía Homer en un episodio de Los Simpson.

Pero el caso es que yo quería caminar.

Cada paso que daba me acercaba a mi paz interior, a conseguir disolver esa maldita idea que me había quitado el sueño, y si a cada zancada le añades los resbalones que los charcos de sangre y de heces calientes me obligaban a dar, porque una cosa es morirse y otra muy distinta es joder al resto al hacerlo en medio de la calle, entenderéis que me costara más de la cuenta concentrarme en mis cosas.

Un par de demonios se acercaron a mi con unos palos envueltos en fuego. Eran, claramente, siervos del diablo que aprovechaban aquella enorme confusión general, comprensible si tenemos en cuenta que se iban abriendo boquetes en el suelo cada poco rato y que de ellos salían criaturas que ni Lovecraft podría haber imaginado, se dedicaban a violar y a matar a cualquiera que se topara con ellos. Hay vicios que por mucho que los tachen de malos, simplemente, no pueden dejarse de lado. El mio es comer natillas con patatas fritas. Delicioso.

-¡Tú! -me gritó uno de ellos mientras el otro levantaba su arma de fuego de un modo más patoso que amenazante. Llevaban malas intenciones, de eso estamos todos seguros, ¿no? Pues mal pensado. -¿sabes dónde está la parada de metro más cercana?

Les dije que no era mi barrio, cosa que resultó ser cierta porque me había perdido debido a mi concentración, y que, en mi opinión, deberían mirarlo por el google maps, y vigilar con esos palos porque alguien podía salir malherido. El que me había gritado dijo que estaban haciendo su trabajo, así que no podían hacer caso a la opinión de los humanos, sino a lo que Satanás les había ordenado. Me pareció correcta la respuesta, porque una cosa es que seas un asesino despiadado y amante de las violaciones infantiles en grupo, y otra muy distinta no saber cual es tu lugar en la cadena de mando. Por lo que les deseé buena suerte en su misión y en la búsqueda de la parada más cercana y nos dimos la mano. Me provocaron quemaduras de 3er grado, pero la educación tiene que ser siempre lo primero.

A veces es más fácil ser amable y salir bien parado que morir siendo un héroe.

Cuando se alejaban de mí escuché como uno de ellos decía que se moría de ganas de llegar al parlamento, que al ministro de educación le tenía una tirria enorme, a lo que el otro contestó que se pedía a la ministra de medio ambiente. Que seguro que su culo tardaba más en estallar que el del presidente, y aquel día estaba con ganas de una violación que durase más de 1 minuto. Reconozco que tuve ganas de ir con ellos, ¿y quién no?, pero aquello que iban a mostrarme seguro que solo me aportaba imágenes bellas e impactantes que borrarían de mi mente el problema que me tenía en ascuas, y como todo el mundo sabe: para solucionar un conflicto no hay que taparlo con otro, solo concentrarse en él hasta que quede solucionado.

Así que continué mi camino.

Aún me quedaba mucho que caminar, y que pensar, bajo aquel cielo de azufre y, sí, tras probarla descubrí que era lluvia de miel con orégano, que no dejaba que la sangre se licuara del todo, convirtiendo las aceras en pegajosas capas de hielo de color ámbar que, tras cada esquina, algún ser despreciable e infernal se empeñaba en comerse.

Me entró hambre y me metí dentro del primer restaurante que encontré.

El cual era un Burger Queen.

Los paquis y sus juegos de palabras un día van a llevarnos al infierno.


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