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A través de un viejo balcón puede, a veces, verse el mar.

Hay días en los que salgo de la cama con algo de ilusión, ya sabes, con ganas de que el día pase despacio y así pueda saborear cada segundo de él, cada paso que doy y cada palabra que pronuncio, pero entonces llego a casa después del trabajo y me pongo cómodo, que significa quedarme en calzoncillos y usar una camiseta de esas tan gastada que prácticamente pesan lo mismo que el aire, y al salir al balcón, ese que forma parte de mi existencia desde el mismo día en que nací, algo se estropea, algo deja de brillar para convertirse en lo que de verdad me hace sonreír, en lo que me crea y me llena y me dice, más bien me susurra al oído, que puedo llegar a donde quiera, que nada es menos que yo. Que todos seremos en algún momento lo mismo.

Y vuelvo a entrar y enciendo la tele y veo como nos ahogamos en nuestra propia mierda, en nuestras ideas ridículas y en esas creencias que nos mueven a trabajar y a ganar un dinero que solo nos ayuda a pagar una casa tan llena de cosas inútiles que, siendo suaves, no valen ni para limpiarnos el culo.

Y así vivimos. Y así vivo con vosotros.

Bebo otra cerveza, esas que a la larga a mi padre, y también a mi madre, les hizo ser como eran y comprar esta casa. Sé que también empecé a existir gracias a ellos, a una de esas noches en las que ninguno de los dos realmente eran personas, si no sus genitales, que daban la orden de avanzar y, por eso y quizá por la eyaculación más que precoz de mi padre junto con su astigmatismo, me puso aquí, en esta realidad. Es esta vida que, aunque extraña, he llegado a amar aún con todas sus rarezas.

Con todas sus irregularidades.

Sé que mañana tengo que trabajar pero a veces beber es mejor que respirar. ¿Quién nos asegura que el oxígeno no es un veneno que tarda 80 años en matarnos?, al menos sé, sabemos, que el alcohol me está jodiendo el hígado, por lo que es más sincero que la mayoría de cosas que conozco. Incluso más que las personas que conozco. Incluso más que mi madre.

Después de morir mi padre en un accidente de trabajo, al final ella me reconoció que fue a trabajar borracho y que, por eso, lo mato la hormigonera, mi madre no sabía que hacer conmigo porque, más allá del amor a un marido, hay mujeres que no saben querer a un hijo como se recomiendan en los libros ni en las películas americanas, por lo que me encontré solo en una casa cuyo balcón, sin hacer caso a la luz y la lluvia que riega las plantas, era lo más cerca que podía estar de la gente. De las ideas ajenas. De lo que realmente todos los niños ansían pero solo unos pocos consiguen realmente.

La libertad.

Cada vez que no sabía a donde ir, que trataba de buscar una solución a los muchos problemas que día también y día sí tenía en casa, salía a ese balcón. Metía mis piernas entre los barrotes y me agarraba muy fuerte a ellos por un miedo, tonto a todas luces, a caer, a llegar a eso que mi madre llamaba “ellos” con un tono tan despectivo que a veces imaginaba que tenían alguna enfermedad realmente contagiosa. Algo que, cualquiera con dos dedos de frente y algo de cerebro, sería incapaz de rebatir.

Miraba a través de mis manos, que a veces temblaban a causa de la fuerza con las que apretaban, más allá de lo que había abajo, de lo que no comprendí hasta llegada la pubertad, y me encontraba con el mar. Era tan grande, tan azul e, inexplicablemente, tan lejano que no podía hacer más que llorar al imaginarme dentro de él. Lo deseaba con todas mis fuerzas, pero no era algo que pudiera alcanzar, y menos con mi madre viva, pues para ella solo significaba mucha gente junta, muchos “ellos” viviendo una realidad que, para mí madre, no era más que una mentira que les hacía comprar y vender y comer cosas que no tenían ningún significado real. No eran realmente necesarias. Y yo la creía, puesto que era la única que conocía en el mundo, y no comprendía el significado de la botella de vodka que tenía a todas horas en sus manos. De una a otra, de un vaso al siguiente. Hielo tras hielo y Fanta limón tras Fanta naranja. La creía. La hacía caso.

Era mi madre y, como tal y, sobretodo, para mí, la razón estaba siempre de su lado.

Pero hubo un día en que la realidad explotó en mi cabeza como lo haría un huevo en un microondas y, sin más, llegué a la conclusión de que todo, mi madre y mi casa y todas las clases que me había impartido ella misma por miedo a que la sociedad se metiera en mis ideas, era una puta mentira, una falacia tan grande como ese mar que soñaba beber desde el primer momento en que lo vi. Y ese día, desgraciadamente y a la vez afortunadamente, me convirtió en huérfano y, a la vez, en propietario de esta casa. De este balcón. De estas vistas.

Abro mi tercera cerveza. El tiempo vuela cuando bebes, cuando recuerdas. Cuando revives el modo en que mataste a tu madre.

Puedo sentir el frío de ese día de noviembre en que, tras llevar cerca de 9 días planeándolo, incluso hice dibujos, llevé a cabo algo que podría ser un ejemplo de diccionario de lo que es un crimen perfecto. O al menos, teniendo en cuenta los resultados, podría decirse que nadie se dio cuenta de la verdad, de lo que había pasado realmente y eso, ocultar lo que ha pasado, es lo que distingue a los triunfadores de los que acaban sin trabajo y sin el dinero suficiente como para poder suicidarse sin que haga falta saltar por la ventana o cortarse las venas con una cuchilla de afeitar usada.

El dinero es importante. No dejéis que los refranes os digan lo contrario.

Mi madre, borracha tras tomarse unas copas con los compañeros de trabajo, y posiblemente habérsela chupado a alguno, llegó a casa dando gritos, en los que preguntaba porque todo estaba tan sucio, porque nada estaba fregado y, lo más divertido ahora que lo pienso, porque no estaba ya en la cama durmiendo. En ese momento me estaba masturbando en mi cuarto viendo un video que tenía guardado para ese día, uno en el que un caballo y un hombre, con aspecto de menor, se daban algo más que cariño, y como no pude acabar me tome ese momento, esas 11 de la noche, como algo más personal de lo que había sido desde un principio. Si hay algo peor que cortarle una paja a quien sea, es ponerse una camiseta del revés sin darte cuenta, porque tienes que comenzar de nuevo una acción que ya habías dado por terminada antes siquiera de darle vida.

El pasillo siempre había sido muy largo, tanto que a veces podías aburrirte de verlo, y mi madre lo cogió como si fuese un metro; sin respeto por las curvas. Así que en cuanto llegó a la puerta del lavabo, el primer hueco a la izquierda, se encontró con un mundo que no existía más que en su cabeza, así que cayó al suelo, consiguiendo que su rodilla derecha crujiera como solo pueden hacerlo las nueces en Navidad. Eso me dio algo de libertad en el plan, porque pensaba hacerlo todo en el salón cuando se sentara a tomarse su última cerveza mientras disfrutaba de las últimas mentiras de Sandro Rey, por lo que agarré con más fuerza el bate, y entré en el pasillo. No sé cómo, y nunca lo sabré, consiguió encender la luz del lavabo, pero en realidad no me importó. Verla ahí, luchando con esa gravedad que solo existía en su cabeza, me escupió en la cara una valentía que jamás creí mía, que nunca imaginé dentro en mi corazón. Así que levante las manos y dejé que el bate cayera con todo el peso del cielo sobre su cabeza.

El diagnóstico de los médicos de la policía fue que, al caer al suelo debido a su estado etílico, se partió la cabeza con el umbral de la puerta del lavabo. Se desangró y, puesto que fue todo muy silencioso, no pude darme cuenta de lo que había pasado hasta que a las 9 de la mañana, momento oficial en que la encontré, llamé a la ambulancia.

Su sangre era un lago de alcohol, y el pasado de mi padre no hizo más que darle alas a las primeras opciones, por lo que se encontraron con un chico de 22 años con un coeficiente intelectual más alto de lo normal y, por lo tanto, los jueces no le vieron ningún impedimento al hecho de que yo viviera solo y en la casa en la que me había criado.

A veces la justicia acierta. Otras simplemente dan alas a la gente como yo solamente por las ganas de trabajar que todos tenemos siempre.

Abro una cerveza más, cambio de canal y entonces pienso en todo lo que soy y siempre seré. Y por ese motivo decido salir a mi balcón.

Mis pies chocan el uno con el otro debido a que el alcoholismo hereditario se ha juntado con el mío propio, y entonces me siento en la silla que, para este fin, dejé en él. El mar, aun estando negro, sigue siendo tan brillante y tan vivo como el primer día que lo vi. Pero todavía no me he atrevido a darle mi amor. Supongo que hay veces en la vida de toda persona, tenga problemas o no, en que los miedos nos impiden llegar a lo que realmente deseamos o amamos o soñamos cada noche. Y creo que por eso nadie es feliz en esta vida, porque no nos atrevemos a hacer lo que nos pide nuestro amor a nosotros mismo.

Y entonces, tras disfrutar de la felicidad, miro abajo, a lo que realmente ha marcado mi vida y a los que le han dado la locura a todo cuanto conozco, y disfruto de la gran cruz que hay en el centro.

Recuerdo la primera vez en que mi padre me dijo que era la cima de una iglesia, que no debía tenerle miedo, y después el momento en que mi madre me explicó como la pusieron ahí, los cuerpos que escondía debajo, lo que realmente significaba. Y como eso me enseñó que incluso detrás de la belleza hay algo más, algo que no queremos ver pero que está siempre ahí. Que hagamos lo que hagamos estará ahí.

Observo, disfruto, degusto una vez más todas las lápidas que, en el cementerio de debajo del balcón de mi casa, brillan bajo la luz de la Luna y, sin saber por qué pero sabiendo lo que me obliga a hacerlo, me meto la mano en el pantalón y empiezo a masturbarme.

A veces es difícil vivir con la muerte a nuestro lado.

A veces la única escapatoria a nuestros miedos es beber.

Y, solamente a veces, uno aprende a seguir adelante temiendo a la vida y a todo lo que ella representa, a todo lo que la hace digna de su nombre.

Bebo de un trago mi última cerveza de la noche y, tras lanzar la lata en la cripta de la familia Razón, entro en casa y cierro la puerta de mi balcón.

Sé que salir al mundo, que vivir con vosotros, no es algo que siempre deseé, que me apetezca por la forma que tengo de veros.

Si fuese así, si no me molestase tanto estar más con vosotros, os habría matado hace ya mucho tiempo.


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