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El ser humano es algo maravilloso (relato sobre un sentimiento que, casi cada día, me embarga en el

El ser humano es algo maravilloso.

Es capaz de ver más allá de sus limitaciones, de tratar de alcanzar aquello que está tan lejos que ni siquiera llega a comprender, de dejarse la piel por entender y catalogar todo cuanto le rodea y siente como parte de su mundo, de su vida; de sus sentimientos más ocultos.

La raza humana; esa gran incomprendida que, en cuanto nos damos la espalda, alguien se empeña en insultarla, en vilipendiarla y ponerla a la altura de la peor de las bacterias y virus. Y reconozco que es fácil meterse con ella, con todo lo que simboliza y representa, pero aun así siempre he tenido un mínimo de esperanza en que, algún día, volverá a sus cabales y escogerá el pie correcto para seguir el camino que nunca debió abandonar: el del progreso, el de romper las limitaciones y respetar la Tierra y todo cuanto la habita. Porque solo haciéndolo, de verdad nos la mereceremos.

Y entonces, entro en el vagón del tren y empiezo a escuchar.

─¡Tío ─a grito pelado ─pasamé un papel que me quedao sinnn!

Supongo que en toda raza, por mucho que me pese, siempre habrá eslabones inferiores, perdidos, que acaban pereciendo por el simple hecho de ser como son. Los tigres los matan, los ciervos los abandonan. Algunos insectos directamente se los comen para que, aunque sea de ese modo, sirvan para algo. Y nosotros, los en teoría más evolucionados, los enchufamos en trabajos que no se merecen o los mantenemos con nuestros impuestos. O les protegemos por el simple hecho de ser nuestros hijos.

Todos ríen, porque es gracioso ponerse a fumar en un lugar donde no se debe, porque romper las reglas es divertido; y en esto estoy de acuerdo con ellos. No puedo negar que tuve una infancia, en la que todo cuanto decían mis padres, en realidad todos los mayores, que no hiciera era lo único que hacía en mis ratos libres, y en parte estoy orgulloso de algunas de las animaladas que hice (y que en dos ocasiones casi acaban con mi vida, pero eso es otro tema), pero hay una sutil diferencia entre mis gamberradas, y los de mi generación y la anterior a la mía, y lo que la actual juventud se empeña en destruir: yo lo hacía sin conocimiento de causa, ellos porque creen que así sin más chulos y mejores y, en comparación con el resto de gente, más inteligentes e ingenioso.

Y, ahora, es cuando yo me rio a carcajadas.

Dos de ellos se levantan de sus asientos, y al hacerlo dejan libres los dos que tenían delante y que estaban usando como reposa pies, y se meten en el hueco entre vagón y vagón para empezar a fumar. Supongo que, por muy chulos que se crean, no tienen los huevos suficientes como para hacer eso en el lavabo de su propia casa, donde todos hemos fumado nuestros primeros cigarros a escondidas, por miedo a que su padre les pille y los hinche a palos.

Supongo que, en el fondo, todo lo que hacen solo tiene como finalidad escapar de la realidad. Son unos cobardes. Pero la cobardía no es excusa para que alguien trate al resto de la gente con desprecio y sin educación, no es un motivo válido para impedir que los trabajadores cansados, como yo o aquella mujer vestida de señora de la limpieza, o aquella pareja, que usamos el tren a las 7 de la mañana porque nuestros trabajos u obligaciones nos obligan, tengamos que aguantar que un pequeño grupo de 5 chavales y 2 putitas (es que deberías verles los modelitos) de apenas 16 años nos falten al respeto y nos impidan disfrutar de este pequeño lugar de meditación entre el trabajo y llegar a donde sea.

Hay líneas que no se pueden cruzar, y no importa cuál sea el motivo que te inventes como excusa; simplemente no se puede.

El olor a tabaco barato de liar, porque pueden llevar relojes dorados y camisetas a la última pero fuman esa mierda de tabaco para hacerse los mayores liando, llega hasta mi nariz, y supongo que mi mente alcanza el cupo máximo que puedo tolerar a las 7 de la mañana de un martes de agosto por la mañana.

Por mucho que la gente tache a los de mi posición laboral de catetos descerebrados, derechistas y racistas, no siempre es así. Igual que no todos los ricos son egoístas o los hombres peludos, calvos y con barba maricones. Hay muchos que solo entramos en este trabajo porque creíamos en lo que significaba, y queríamos ayudar de una forma más directa a nuestros semejantes. Hay quien no se cree que sería capaz de recibir una bala por alguien a quien ni conozco, pero es cierto, porque si por algo me hice policía fue para sentir que todo cuanto hago es por un bien mayor. Por ayudaros del modo que pueda.

Ya podéis reíros si queréis, o seguir cantando esas canciones donde nos tachan de enemigos del pueblo. No me importa porque mientras yo crea en lo que hago, es suficiente motivo para levantarme cada mañana.

Pero, con la mano en el pecho os lo digo, este viaje y esta gente con la que estoy compartiendo aire me está sacando de mis casillas.

El olor a tabaco empieza a molestar a todos los ocupantes del vagón, y una señora, que al moverse descubro que está embarazada, tose y le susurra algo a su acompañante, su pareja supongo, el cual hace un gesto con la cara de desaprobación, como tratando de encontrar en las palabras de su mujer alguna lógica que se le escapa. Entonces ella le vuelve a decir algo y él se acaba levantando de su asiento. Sé que no es una buena idea, y no lo digo porque no le crea capaz de disuadir a esos chavales de que dejen de molestar a los demás, sino porque su presencia no es la adecuada para intimidarles. Tan flaco y con gafas, con un polo de color azul y una calvicie incipiente es complicado que a un grupo de chico, que se enorgullecen de ser los más chulos del mundo, los consiga convencer de cualquier cosa. Pero el bienestar familiar manda, y el sentir que no has hecho nada para mantenerlo, aunque sea algo tan pequeño como esto, es una herida de esas que el alma se empeña en guardar muy hondo en la memoria.

─Chicos ─su voz es lo que le faltaba para que la historia no acabe bien. Parece de mujer bajita, de esas que si la ves por la calle de espaldas crees que es una niña perdida. ─, ¿podéis decirles a vuestros amigos que dejen de fumar? No está permitido, y estáis molestando a mi mujer.

Los 5 que no están fumando, y que no han dejado de hablar a gritos y escupir en al suelo en todo el rato, lo miran como si fuera un extraterrestre, como si todo lo que les acaba de decir hubiesen sido sonidos extraños y sin sentido para ellos. Se miran los unos a los otros, extrañados, y el del centro comienza a reírse a carcajadas, seguido por las risas del resto.

─¿Cómo dises? ─el del centro es el líder. Está claro. ─¿Quiere que mi amigos y yo dejemo de fumá? ─su modo de hablar, dejando las palabras inacabadas o sin llegar a pronunciarlas del todo bien, se debe, sin duda, a una pose que los videoclips y la moda les ha dicho que es tal y lo que deben hacer. Como si su auténtica personalidad no sirviera más que para ser sacrificada al Dios de la popularidad.

El hombre se queda callado, digiriendo aquellas dos preguntas, y asiente. Uno de los chicos, el que está más cerca de la puerta que separa los dos vagones, se levanta y da un par de golpes en la ventanilla, haciendo que la puerta se abra y una cabeza se asome dejando escapar humo por su nariz como un toro a punto de envestir.

─¡Qué quiere tú!

─Ezte tío dice que lestamos molestando.

─¿Este capullo dice quéééé?

En cuanto aparece el primer insulto es prueba suficiente de que la búsqueda de bronca ha comenzado, y que no se detendrá hasta que su puño tope con la cara de alguien.

─Mirad, solo digo que si podéis dejar de fumar. Mi mujer está embarazada y el humo no es bueno para ella. Hemos madrugado y estamos algo cansados, solo queremos un poco de paz.

Ninguno de los chavales dice nada. Vuelven a quedarse callados y solo una voz, que proviene del hueco entre los vagones, dice algo que no logro a entender pero que el chaval toro contesta asintiendo la cabeza y sonriendo de una forma que he visto demasiadas veces en mí trabajo, y que no anuncia nada bueno. Y entonces se abrió la puerta y empezó el teatro.

En cuanto el otro que compartía cuartucho de fumar con el chico toro sale de su escondite, el resto del grupo se pone en pie, menos las dos chicas que, entre risas y cara de orgullo y de excitación, miran con ojos cínicos al hombre de voz femenina, al cual veo hacer lo único que en este tipo de casos no debe hacerse: retroceder. Eso les da poder a los atacantes, eso hace que la seguridad de que van a ganar aumente. Aunque en este caso no es una táctica del hombre, sino un error garrafal.

Ninguno de los chicos dice nada, solo se colocan detrás del más bajito de todos, el compañero del toro, que se quita la gorra de visera plana con una símbolo de Monster en la parte delantera, y se la lanza a una de las chicas, que la coge a gritos de dale una palisa a ese gilipolla, y eso me da la razón en una cosa que llevo tiempo pensando: las chonis solo sirven para animar a los descerebrados de sus novios a comenzar a darse de hostias con cualquiera, como si el hecho de que las maneras y las palabras sean sacrificadas a los bajos instintos y a la barbarie sea lo más sensato del mundo. En realidad no son más que futuras mujeres con los humos subidos que acabaran teniendo 40 años y parecerán mamarrachos con mayas y el pelo teñido de rubio, buscando en los ojos de los demás una envidia que, en realidad, nunca sintió nadie hacia ellas. Porque la envidia solo nace de ver a alguien con algo que deseas, y ser una puta vestida de puta a la que tratan como una puta, la verdad, no tiene cabida dentro de definición de envidia.

Me digo que voy a darles 3 segundos. Solo 3. Y si la cosa empeora me levantaré y dejaré que el vaso que han colmado se rompa contra el suelo. Hay veces en las que el sentido común, la razón y las buenas maneras se disuelven, y hacemos cosas que no creíamos posibles; pero que sonreímos al hacerlas.

El primer segundo solo sirve para que el chico toro empuje al hombre, haciéndole retroceder aún más, a gritos de te va a enterá, gilipolla.

El segundo lo utilizo para levantarme, fingiendo que en la parada en la que estamos a punto de parar es la mía. La mujer me mira, implorándome con sus ojos ayuda, llamándome cobarde por no socorrer a su pareja. Me ve grande y fuerte, y sabe que sería un buen aliado.

El tercero, al ver como dos de los chicos levantan las manos y una grita tiral·lo al suelo, decido actuar. Decido hacer lo correcto y dejarme llevar, con imágenes, en lugar de ojos, que rememoran todas las veces que he encontrado a este tipo de gente conduciendo drogados hasta las cejas, insultándonos por pararles y por registrarles. Pienso en todas las veces que me he encontrado mobiliario urbano lleno de basura y de pipas en el suelo, de escupitajos y de condones tirados por ahí.

El cuarto segundo lo uso para sacar mi pistola y dispararle en la cabeza a uno de los más altos de la piara, y el resto de ocupantes del vagón empieza a gritar y a irse al otro extremo.

Su cráneo revienta como un melón y las dos niñas empiezan a gritar, asustadas por algo que no comprenden pero les ha manchado sus faldas del Alcampo. El chico toro me mira fijamente, con media cara teñida de rojo, y saca valor de no sé dónde e intenta abalanzarse sobre mí. Yo, tranquilo, le apunto en el pecho y le reviento las costillas y, tras ellas, el corazón y los pulmones, haciéndole caer de espaldas como si alguien hubiese tirado de una cuerda atada a su cintura. Entonces pasa algo que no entiendo por lo estúpido que es; el líder, el bajito, saca una navaja y la abre. Me lo quedo mirando del mismo modo que se miran a los perros que se han meado en la alfombra, tratando de proyectarle un mensaje que dice ¿en serio?, y cuando da un paso hacia mí apunto a su cara y le vuelo la barbilla, que se parte en dos como una nuez, y cuando la bala llega a su cuello esta hace que se convierta en una especie de vagina gigante con menstruación de la que no deja de salir sangre y algún tubo rosado; seguramente la tráquea. El resto tratan de escapar usando la puerta de su antiguo fumadero, y aprovecho que les tengo de espaldas para ir volándoles la cabeza o la columna con la calma de un cocinero al romper huevos.

Cuando todos están en el suelo, muertos o casi, observo como las dos chicas permanecen quietas y me miran desde sus asientos. Doy un paso hacia ellas y me agacho, frente a sus caras llenas de lágrimas y de rímel corrido y sangre. Su expresión es de estar al borde la de locura, suspendidas en esa fina cuerda que separa un psiquiátrico de un mal viaje con el LSD. Y entonces les digo.

─¿Qué habéis aprendido de esto?

Ninguna de las dos habla, ni siquiera se miran en realidad, por lo que tengo que contestarme a mí mismo.

─Nada. Perfecto.

La primera bala entra por el ojo derecho de la que parece más joven, y por lo tanto no tan experimentada en la vida como para echarla nadie realmente de menos, y a la segunda, un par de años mayor y, por lo tanto, portadora de algún tipo de herpes, le apoyo la boca del cañón bajo la mandíbula y digo Boom en el momento en que aprieto el gatillo, haciendo que todo lo que la hacía ser ella misma, o algo así, acabe en el techo como el vómito de plástico del principio de aquel genial juego llamado Day of The Tentacle.

Cuando llegue a casa tengo que bajármelo.

Una voz femenina anuncia de nuevo el nombre de la siguiente parada y yo guardo la pistola en el cinturón, al lado de mi placa. Al darme la vuelta los pocos pasajeros que quedan me miran. Nadie grita. La única muestra de que no son muñecos de cera es la mirada de la mujer de la limpieza, que asiente y levanta una de sus manos haciendo un gesto de Ok. La mujer embarazada susurra gracias, y el tren se para y las puertas se abren.

El ser humano es algo maravilloso, sin duda, pues es muy consciente de cuándo se hace el bien y cuando el mal. Y sabe, como yo sé, que hay momentos en los que el silencio es la mejor manera de hacer justicia en el mundo.


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