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Un Sacrificio por el bebé

Hacer algo con tu hijo es como hacerlo con el típico amigo alérgico a todo que solo bebe

zumo de naranja o Shandy; no hay manera de divertirse, de escapar de la realidad porque, aunque

no quieras, no deja de recordarte lo mayor que eres, lo aburrida que es tu vida y el poco interés que

realmente tiene tu existencia.

Debí ponerme un condón.

No es que le mire y sienta asco, o quiera abandonarlo, es solo que no le veo utilidad alguna.

Ninguna. A veces me quedo quieto, frente a él, y cuento la cantidad de veces que se queda

completamente quieto o no hace algo que me molesta sobremanera. Su record son 1, y porque

estaba jugando con el vómito que acababa de mancharlo todo, incluida mi cara.

Adoptemos un perro, recuerdo que le dije a mi novia el día que empezó a hablarme sobre

aumentar la familia. Llevábamos 3 años viviendo juntos, podría hasta decir que fueron de los

mejores de mi vida, si quitamos los 2 que viví sólo y los otros 3 que viví con uno de mis mejores

amigos, y ella se levantó un día con una resaca impresionante con olor a grosella y me soltó que

deberíamos convertirnos en una familia de verdad, lo cual no tenía ningún sentido si tenemos en

cuenta que yo todavía estaba vomitando en el wáter. Mis resacas son de lo peor del mundo. Me

limpié la bilis que colgaba de mi perilla y la miré a los ojos, a mi novia, no a la bilis, diciéndole

que adoptaríamos a un perro si ella quería; que me gustaba la idea. Ella puso una cara extraña y sin

decir nada se fue al salón, donde puso la tele y empezó a ver una reposición más de Los Simpson,

mientras yo terminaba de expulsar de mi cuerpo las alitas de pollo que me había comido la noche

anterior, regadas con sus buenos cubatas de Ron con Cola.

Cuando mi cuerpo no pudo más y el váter me recordaba a un balde lleno de calimocho, lo

cual inexplicablemente me dio ganas de volver a beber, decidí que era hora de hacer un poco de

vida marital, y llegué con pasos moribundos hasta el lado del sofá que mi novia me había cedido.

Miré como Marge volvía a abandonar a Homer, y me giré para mirarla. Cada día que pasaba estaba

más guapa, más sexy. Era como uno de esas películas que por mucho que la veas y la disfrutes

nunca puedes decir que no a verla cuando te apetece; y cuando digo película me refiero a una

porno. Siempre me he preguntado qué vio en mí, pero entonces dejaba de pensar porque a veces

una respuesta solo son palabras que casi nunca se memorizan, mientras que una mamada es

siempre algo único. Le dije que me diera un beso, a lo que ella contestó que si me había lavado los

dientes, y yo contesté que sí mientras saboreaba un trozo de pollo que se me había quedado entre

las muelas. Se acercó a mí y me beso, y estaba tan borracha/resacosa todavía que apenas noto el

asqueroso sabor de mi boca, así que una lengua llevo a la otra, de ahí a una camiseta que se cae, un

pantalón que se baja, y por último a olvidarse de sacarla en el momento de llegar al clímax. Ella

tampoco hizo mucho para que mis soldados no entraran en su fuerte, pero estoy seguro de que

había bajado el puente y dicho a sus tropas que no estuvieran en guardia adrede. Llamadme

observador; o desconfiado.

El caso es que 9 meses y 20 días después, porque el cabrón no quería salir, me encontré con

un niño entre los brazos, al que llamaron Gabriel sin consultármelo ni tener en cuenta que me

cuesta pronunciar al r, y sin un manual cerca que me explicase cómo hacer que mi vida me

siguiera perteneciendo de algún modo. Recuerdo que le miré a los ojos y lo primero que pensé es

que no era tan feo, que no daba tanta grima como esperaba, y entonces se puso a llorar, supongo

que porque notó que mis intenciones no eran ni un poco cariñosas, de una forma tan loca y

desquiciante que a punto estuve de tirarlo por la ventana alegando que estaba sufriendo y que tenía

que ser sacrificado.

¿Sabes eso que dicen de que enterrar a un hijo es la peor de las penurias?, pues una puta

mierda. Eso solo lo dice la gente una vez tiene al hijo en al tumba, pero durante todos los días en

que ese pequeño ser está en tu vida no hay ni uno, o al menos yo no lo he tenido, en que no

querrías cambiarlo por un pack de 6 cervezas de marca blanca. O, si es navidad, por una tableta de

Suchard.

A mitad del paseo que estamos dando en esta mañana de domingo, que me he vuelto a

levantar sin resaca con una sensación de vacío demasiado, paro en un paso de cebra y una chica

próxima a mí me mira, yo sonrío con el conocimiento de que le he gustado, de que le parezco

interesante, pero entonces baja la mirada al carro y el gesto de su cara cambia, se convierte en

terror, en agobio y en negación hacia la idea de comérmela en el lavabo de algún bar. Vuelve a

mirarme, sin ese brillo en los ojos, y sonríe como el que sonríe a un animal malherido, con una

mezcla de pena y de asco que me dice estarías mejor muerto. Y no le falta razón. Entonces acelera

el paso, antes incluso de que cambie del todo a verde, y desaparece entre toda la humanidad que se

cruza en mi camino, la cual parto en dos como si fuese un Moisés moderno que en lugar de bastón

usa un carrito de bebe. Me voy cagando en la puta a medida que avanzamos por la calle, y no

porque haya perdido una mamada, porque una cosa es que la odie por haber parido a este

renacuajo pero nunca engañaría a mi mujer, sino porque he dejado de ser apetecible a los ojos de

las mujeres con las que nunca me acostaré. Es algo así como quitarle una pierna a alguien que se

está entrenando para hacer un IronMan; quizá nunca lo hubiese terminado, pero al menos tenía el

quizá en su vida, y sin eso no somos más que carcasas que saben que lo único que les queda en la

vida es caminar y, al final, morir sin aventuras ni emociones. Solo adelante, y al final abajo. Y todo

solamente para darle vida a otro esclavo del mundo, a otro humano que seguramente no hará nada

útil con su vida a parte de tener más hijos y de amar a una sola mujer para siempre.

Patético.

En el portal de casa el pequeño Gabriel empieza a llorar, como si al igual que yo no tuviera

ganas de volver a nuestra vida normal y corriente. Mi mirada le pregunta el porqué de sus

lágrimas, pero es demasiado pequeño como para comprender qué estoy haciendo. Así que hablo

con él en voz alta.

­Dime qué quieres, niño de los cojones... ­nadie me oye decirle esto, aunque me la sopla

bastante. Es mi hijo y le hablo como me sale de los huevos.

Gabriel sigue llorando y mi cerebro empieza a sentirse tan pesado que me lo sacaría por el

oído si pudiera, aunque con ello acabara muerto, porque morir, por lo que yo sé, solo duele al

principio, no como esto de ser padre, que el hijo se convierte en una hemorroide que crece con el

tiempo y pica cada vez más.

De pronto siento como el sonido empieza a ralentizarse, como si estuviera dentro de una

gota de aceite, o quizá de vinagre porque los ojos me escuecen. Mis pies empiezan a no notar el

suelo y mis órganos interiores se mueven de un lado a otro, intercambiándose sus puestos, como si

mis huesos estuviesen hechos de nata montada. Nada tiene sentido ni lugar u orden, y todo

comienza a no ser más que humo y ruidos extraños con olor a polvos de talco y sabor a vómito que

solo contiene café y bocadillos, pero aun así Gabriel sigue llorando, a lo lejos, sin preocuparse por

ese malestar que me rodea como una manta empapada en gelatina; pesada y espesa. Insufrible.

Miro el cielo y es de color rojo con tonos turquesa, y choca contra las nubes, y mis manos

no pueden subir más allá de mi cabeza, como si estuvieran esposadas a mi cintura, así que optó por

agarrar con fuera el carrito de Gabriel, dónde el niño no deja de llorar y llorar haciendo que las

nubes comiencen a agrietarse y a caer sobre nosotros como una lluvia de fluorescentes rotos. Me

cortan al llegar hasta mí, pero no puedo hacer más que aguantarme y pensar una y otra vez en la

mejor manera de hacer que toda esta locura que me rodea, que no comprendo, se detenga. Pare. Me

deje en paz con mis problemas.

Un dolor agudo en mis oídos me hace cerrar los ojos un segundo; o quizá son más.

Cuando los abro me encuentro tumbado y un aroma a limpieza desmesurada me cubre.

Estoy sudando y cuando voy a secarme la frente las esposas siguen en su lugar; la diferencia es que

en lugar de estar esposado al carrito me tienen atado a la cama. No comprendo que pasa, donde

está Gabriel ni porque he acabado en esta cama, en este cuarto, en toda esta atmosfera

impolutamente blanca que me es completamente desconocida.

Siento que vuelvo a marearme, entonces la puerta se abre y un médico, por la bata y los

millones de bolígrafos que lleva en el bolsillo del pecho, me dice hola y se acerca a mi cama con

una cautela muy fácil de intuir si prestamos atención a los pequeños pasos que da y el modo en que

me mira.

­¿Qué está pasando? –le pregunto algo molesto y, para que negarlo, preocupado.

­Pues... déjeme que me siente. Usted solo relájese, ¿de acuerdo? Hay personas a las que les

cuesta asimilar lo que estoy a punto de decirle.

Se sienta, abre su boca y me dice la verdad; y, en un momento, todo lo que creía saber, se

evapora.


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